Are you ready to be happy?

La primera visita a un lugar es siempre ingenua: los puentes, los atardeceres, las cervezas, parecen más puros; acaso esa alegre memez (que rellena tantísimos blogs de viaje) es la que provoca ganas de dar la vuelta al mundo. Las fotos de esos primeros contactos olvidan decir que se viaja más la segunda vez que la primera, porque se acaba el glamour. En los primeros viajes uno fantasea con vivir en el sitio que se está apenas tocando, se galantea con una vida cotidiana ideal como lo fue una tarde en cierto parque o aquella caminata a deshoras, pero en el segundo se ve que todo es perecedero: la perfección es un defecto que sólo se nota a primera vista.

De ahí mi terror de visitar por segunda vez Lyon: conocí la ciudad en una visita exprés de trabajo hace un par de años. Desde los taxis que me aventaban en cenas y en hoteles y en visitas guiadas, pude ver una ciudad que me pareció ideal: le conté a Carlota sobre el carrusel que a lo lejos giraba entre mesitas al aire libre; de la catedral desde la cual se apreciaba un interminable mar de techos rojos; de una ciudad hermosa en la que (me bastó una sola mirada) se me antojaba vivir. Ahora, a punto de la segunda cita, temí: ¿le prometí a Carlota una ciudad irreal? ¿Qué tanto de aquello que me había construido en la memoria estaría ahora hecho escombros?

No todo: seguían allí los empedrados y los carruseles y los ríos a dueto. Sin embargo, esta vez a la ciudad le descubrí cosas: callejones como arrugas altísimas que rajan el cielo; ojeras que en realidad son dos antiquísimos foros romanos. Respiré al ver que el Lyon de mi memoria seguía allí; sentí alivio, también, al descubrirle achaques que disiparon mi intención de habitarla.

Uno de ellos, acaso el más grave, se lo vi al subir a la catedral (ese ceño que lo ve siempre a uno desde arriba), mientras contábamos los severos escalones que se acumulan desde la Rue de Boeuf junto con el sudor. Fueron dos pintas consecutivas con la misma pregunta: “Are you ready to be happy?” Les tomé una foto porque cuando uno viaja siente siempre impulsos así (y luego posar junto a ellas haciendo asanas de yoga). Las tomé también porque, en medio del sudor sofocante, no supe qué responderles: acaso la vez anterior hubiese dicho que sí; esta vez, muchos meses más tarde, no digo nada: dudo que dos pintas, una ciudad, un viaje, sean capaces de garantizar una felicidad perfecta, como esas que a veces se ven en redes sociales, como ésas que muchos viajeros retratan con tremenda ingenuidad.

– Ruy