Debajo de los pastos lacios y suaves, de la esponjosa lana de los borregos y la cremosa nata de la cerveza, Irlanda sangra; trescientos días de lluvia al año no logran desinfectar la herida abierta que parte a la isla en dos.
Habrán pasado unos dos minutos de que Paul nos abrió la puerta de su casa en Belfast, cuando ya estábamos bien entrados en una conversación chorreada en política y religión. Paul es tan interesante como carismático; parte de su encanto consiste en un tic nervioso: mientras pronuncia palabras como “comunismo”, “católicos” e “imperio”, voltea a los cuatro puntos cardinales, desorbita los ojos y susurra.
Pasé un año en el sur de Irlanda cuando tenía trece años. Ya era 2001 y de acuerdo con la historia oficial, el conflicto en el norte había cesado; pero cada vez que la gente hablaba de Belfast bajaba la voz, arqueaba las cejas y se tornaba seria. En mi imaginario adolescente Irlanda del Norte era una quimera terrible compuesta por oídas aleatorias, piezas inconexas y mucho peligro.
Tuvieron que pasar 16 años para que pudiera encarar a la bestia mitológica de mi pubertad y aunque la fiera existe, su rostro es muy distinto: la ferocidad y terror de mi imaginación se encarnan en una realidad melancólica y silenciosa. Ahora estoy más informada sobre el conflicto que a los trece; pero la pedacería de datos que he recopilado de Internet, museos y oídas no me han ayudado sino a crear una nueva Esfinge de acertijos insondables. Sigo sin entender el conflicto, pero cuando digo “Belfast”, susurro.
– Carlota