No entiendo por qué existen dos Irlandas. He leído al respecto, sí, pero eso es acaso informarse, no saber; leí que a principios de aquella ruina que fue el siglo XX, el sur buscó su independencia de la Gran Bretaña, pero el norte prefirió la estabilidad del Imperio. Aquello derivó en masacres, desapariciones forzadas, policías corruptas, poblaciones desmembradas.
Cosas que sé que no entiendo, porque soy en mi país un tipo muy afortunado.
Conocer Belfast, ciudad que hace una década era peligrosa, me provocaba dentera: al bajar del ferry sentí como si estuviera visitando una hoguera que evitó serlo. Llegamos, además, en domingo de pascua: la capital de Ulster nos recibió con semáforos parpadeando como brasas moribundas. Sólo pudimos caminar el Botanical Garden, rodear la Queen’s University, sin cruzarnos con nadie. Las fachadas aladrilladas eran como escalones de pirámides vacías, como las que salpican mi país en algunas zonas, sólo que desafanadas de todo itinerario importante.
Al día siguiente fuimos al Ulster Museum y encontramos una exposición sobre el dibujo como forma de imaginación. Alguna de las fichas de museografía decía: “while drawing, the brain works below the level of conscious thought. It can be an excellent problem-solving tool”; cerca de esa ficha, había un elefante hecho por Rembrandt: para él fue apenas un boceto, para cualquier otro sería una obra de arte terminada.
Pensé que acaso Belfast no es más que el recordatorio de que toda ciudad y toda historia es un constante boceto de otra cosa: de alguna memoria futura, de alguna ruina renegada, de algo que acaso alguna vez entenderemos.
– Ruy