Brooklyn, Nueva York

Sea porque los niños no entienden, no saben o no importan, para las televisoras de los países latinoamericanos el entretenimiento infantil no suele ser una prioridad; una telenovela cursi con chicos bien traviesos como protagonistas y algún mediocre show semanal de concursos suelen considerarse suficientes para entretener a todos los menores de edad de las repúblicas bananeras. Prácticamente todas las caricaturas son importadas del hemisferio norte; para nuestros niños, el mundo que se representa en éstas no es uno con el que siempre se puedan identificar. Ruy cuenta que cuando era niño le parecía muy extraño que en México no nevara en Navidad, pues es un común denominador que, durante las temporadas navideñas, las caricaturas estuvieran teñidas de blanco; a mi me parecía extraño que no hubiera hidrantes dispuestos en las calles para que los perros mearan; fantaseábamos con ese mundo como algo ajeno y hasta cierto punto, idílico.
Aquello que a los latinoamericanos nos parece ajeno e idílico, se hace realidad en Brooklyn; la fantasía infantil se metamorfosea en una cruda y decadente situación urbana: en un callejón hay un contenedor de basura del que bien podría salir el Pato Lucas con una cáscara de banana en la cabeza, pero en su lugar hay un vago ¿inconsciente?, ¿muerto?, quizá sólo esté dormido; lo que a lo lejos parece ser el hogar de los Animaniacs es un tambo de agua oxidado que contamina la vista, no creo que las ratas que lo habiten sean amigables ni usen la gorra para atrás; el hidrante alrededor del cual Arnold, Helga y Gerald bailarían en un día de calor, es un bulto metálico con rayones de penes eyaculando; decido no asomarme al otro lado de la zanja de madera a buscar a Don Gato por miedo a toparme con una versión novata y diluida de Don Corleone.

– Carlota