En 1931 ya se había descubierto la que probablemente fue la ciudad maya más grande, pero era tan difícil acceder al sitio que los arqueólogos postergaron por cerca de cincuenta años la labor de recuperar la zona. Pensamos que ya habíamos llegado cuando vimos el letrero de “Bienvenidos a Calakmul”, pero todavía nos faltaba manejar hora y media en un camino de tierra bardeado por la jungla para llegar al sitio. Hay poca gente, quizá se deba al reto que implica llegar; el silencio, roto sólo por la estática de una orquesta de cigarras, aves y monos, te hace sentir culpable de contaminar el lugar con tu humanidad.
La naturaleza ha reclamado la piedra que durante milenios prestó a una civilización ahora extinta. Espesa y celosa se cierra sobre sus vestigios. Subimos una patinosa pirámide de escalones altos y angostos: imposible darle la espalda a los dioses dormidos. Giramos y avistamos la torre de Babel del mundo maya, imponente, pantagruélica. El musgo y las raíces de los árboles que se enredan en su inmensidad casi logran tragársela. El musgo y las raíces de los árboles que se enredan en su inmensidad casi logran sacudirme de su escalinata y hacerme rodar como ofrenda al dios de la lama. Agotada, deshidratada, asombrada y abofeteada por el poder del pasado sentí la frustración de esos primeros exploradores rendidos ante la silenciosa furia de la naturaleza.
– Carlota