Mi físico es bastante común en este planeta. Es más: no es raro conocer gente que me jura tener un amigo (o un primo, o un amigo de un primo) que es idéntico a mí: calvo, de barba, menos de 1.70, menos de 60 kilos. No sólo hay mucha gente, sino muchas cosas que se me parecen: Carlota siempre me ha dicho que tengo cara de Parachico.
Un poco por eso quisimos ir a Chiapa de Corzo a entrevistar a algún artesano experto en hacer máscaras de Parachico. Llegamos el 7 de enero; como había mucha gente, nos perdimos; bajé la ventanilla del auto para preguntarle a una señora con dos niños por la calle de los artesanos. No me respondió: se me quedó viendo como quien escucha a una piedra cantar, así que tuvimos que encontrar el taller a tientas. Por fin lo hallamos, junto a la plaza, en pleno centro. Encontrar estacionamiento fue un problema, porque llegamos el mero día del festival: en la plancha se arremolinaban gente, caprichos de sonidero, olores traicioneros. Fue como aterrizar en un planeta eufórico, convulso, terrible.
Pero al dar la vuelta a una esquina que me di cuenta de lo que estaba pasando realmente: un grupo de hombres volteó a mirarme sin expresión; todos ellos tenían, en la cumbre de sus trajes típicos, una máscara de mi rostro. Huí de ellos tratando de ocultar el miedo, pero cada dos o tres pasos emergía del tumulto otro Ruy y otro y otro más. Por fin llegamos al portón del taller. “¡En plena fiesta, la señora ha de haber pensado que eres un Parachico de carne y hueso!”, rió Carlota, mientras nos abrían la puerta. Yo no dije nada, por el vértigo: en las paredes y los techos, en vitrinas y maniquíes, mi cara se repetía sin expresión, como si alguien hubiera decidido de pronto añadirme a una enorme colección de los duplicados que tengo en el planeta.
– Ruy