Muchas horas después, con la calva llena de piquetes de mosco, escucharía a Carlota decir (con los pies sangrando, en los ojos la furia contra el taxista que nos había timado) que todo habría sido completamente distinto de haber salido dos minutos antes de casa.
Pero a las 9:35 de la mañana, cuando perdimos por apenas dos minutos el autobús que iba a la estación de tren (lo vimos alejarse sin prisa, al alcance de un sprint), no pensamos en lo que estaba empezando a pasar. Ni Carlota ni yo somos puntuales, pero ese día nos bañamos rápido, desayunamos sin sorna, para ir a los castillos de Hohenschwangau y Neuschwenstein. El daytrip no se veía fácil: autobús a la estación de tren, dos horas hasta un pueblo llamado Füssen, otro bus hasta el pie de la montaña coronada por las torres estilo Cenicienta. Ahí, hacer fila, obtener boletos, visitar, y luego de regreso; planeábamos estar de vuelta a las ocho de la noche. Una sola cosa a destiempo podría provocar un desastre, pero perder el primer bus a la estación de tren no nos pareció tan grave. Esperamos pacientes al siguiente, como si no estuviéramos a punto de vivir los castillos de la Cenicienta desde el lado de las hermanastras.
Llegamos a la estación de tren para descubrir que el nuestro partiría en cuatro minutos. De haber tenido, no sé, nueve minutos más (los que nos hubiera dado el autobús que vimos dejarnos con parsimonia, por ejemplo) podríamos haber caminado. Pero corrimos, o lo intentamos: Carlota llevaba los zapatos incómodos (siempre hay un par oportuno), que a dos andenes del nuestro le reventaron una fuentecita de sangre en el tobillo. Nuestro tren se marchó: tendríamos que esperar una hora la siguiente corrida a Füssen.
Llegamos a los castillos ya mucho después de la una de la tarde. Sobre la montaña de turistas que nos separaba de las taquillas, dos pantallas anunciaban que aún había boletos para entrar a los castillos a las dos. No tuvimos tiempo de anhelar: de inmediato las pantallas cambiaron para anunciar que Next tour available: 15:50. Tarde y todo, logramos ver los castillos, en cuyos detalles no abundaré. Fotografiamos el lago, comimos pretzel, tomamos cerveza; en Marianbrüke le pedimos a un muchachito de ojos rasgados que nos hiciera una foto. Sonreímos sinceramente mientras el sol se ocultaba, un poquito cursi, en los escarpados de Baviera.
La bajada de la montaña fue acaso el paseo más agradable que hemos tenido en estos meses, con árboles haciendo del cielo papel picado y el camino, pocas horas antes hacinado de gente, estaba vacío. “Pensándolo bien”, dijo Carlota, “venir más tarde no fue tan malo”. Asentí. Íbamos tan contentos, que cuando vimos que a pocos metros de nosotros, en la parada de autobuses, se alejaba lento el que iba de regreso a la estación de tren, ni siquiera intentamos correr. “Ya vendrá el otro”, dijimos sonriendo, como si la vida y sus azares no fueran legión de espejos.
Esperamos cerca de hora y media, solos con la montaña, que se iba llenando de sombra como vaso a punto de desbordarse. Hicimos cuentas: no pasaba ningún autobús, y aunque pasara uno de inmediato, ya habíamos perdido el tren de las ocho; tendríamos que esperar al de las diez y llegar a casa después de la medianoche. Calculamos la distancia a la estación: tres kilómetros, caminables, además, en una vereda muy mona, que prolongó un atardecer veraniego y hermoso. Así caminamos entre árboles, pastos altos, belleza bucólica; o sea: moscos. Pronto la comezón empezó a punzarme, y la primera luz de la estación de Füssen reveló en mi cabeza una colección de escarpados montes rojizos en miniatura.
La estación estaba desierta. En el borde lejano, dos bicicletas saltaban haciendo piruetas, como si aquello fuera una moderna ruina y no una estación funcional. Dos trenes detenidos, apagados, avivaban el fuego apagado. Revisamos las timetables: había un tren a las 22:38, aunque con una precisión: la primera parte del recorrido se haría en “transporte alternativo”. ¿Qué significa eso? Nadie en la estación para explicarlo; nadie cerca de la estación capaz de darnos un mínimo norte. Solamente un autobús de pasajeros, como esos que utilizan los muchachos de ojos rasgados para vacacionar, y un taxista que esperaba chamba.
Quién sabe qué orden se oculte detrás del azar: por ninguna razón particular, hablamos con el taxista y no con el chofer del camión que parecía esperar a su horda del día. Nos dijo que no tenía idea de lo que “transporte alternativo” significaba, pero que nuestro boleto decía que el tren a Munich no saldría de esta estación, sino de un pueblo cercano cuyo nombre otro azar me ha hecho olvidar, que estaba a unos 40 euros en su taxi. Hicimos cuentas (yo rascándome las calvitas que cubrían mi calva; Carlota sobándose los pies sangrantes): esperar el “transporte alternativo” (que, igual que el rock ídem bien podría ser ya inexistente), podría costarnos hasta 75 euros. Así que abordamos el taxi. Recuerdo ver la noche, estrellada y pueblerina, y pensar que el viaje se trata de eso: de convertir dos minutos de impuntualidad mañanera en el gasto innecesario de 40 euros y el peligro de sendos tétanos y malaria: la pura aventura.
Subimos al tren vacío, mentando madres, pero más o menos satisfechos. “Imagínate que nos quedamos ahí y el transporte alternativo nunca aparece”, le dije a Carlota, justo cuando, del otro lado de la estación, apareció el autobús “de turistas” al que no le preguntamos nada en Füssen, tan tranquilo, tan alternativo, desembarcando pasajeros que iban campantes a nuestro tren, sin haber gastado en taxis. Carlota volviose un incendio queriendo arrasar con todos los taxistas del mundo. “¡Seguro ese cabrón sabía y nos vio la cara de pendejos!” Mis piquetes de mosco punzaron con más fuerza: era ya casi medianoche, la hora en que el veneno de los insectos se deschonga; casa no llegaría antes de las dos de la mañana, después de una jornada que bien alcanzaría para dormir doce horas sin parar.
“¡Todo habría sido distinto de haber salido dos minutos antes!”, gritó Carlota entre dientes. En ese caso, supongo, esta postal hablaría de los bellos interiores de dos castillos, de los inigualables paisajes bávaros, de algo que nosotros vimos como corolario de un día demasiado largo: de otro universo en el que el azar no es el único orden. Si es que tal cosa existe.
– Ruy
Jajaja.. parte de la aventura pero, esos 40 euros, los perseguirán por el resto de us vidas… los amo
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