El gabinete de curiosidades

Desde niña había querido ir a Rusia, no me llamaba tanto la atención su belleza como sus secretos: pueblos escondidos, derrames radioactivos, astronautas perdidos, eventos terribles que en la mente infantil se traducen como un paraíso mórbido donde la radiación le otorga superpoderes a la gente y los astronautas perdidos conquistan mundos nunca antes vistos. Llegué a Rusia mucho tiempo después de eso y aunque lo que antes me daba ilusión, hoy me parece triste, mantengo que hay algo en las excentricidades locales que hacen de éste un lugar fascinante.

Rusia es un gabinete de curiosidades históricas y culturales, lo descubrimos desde el primer día que llegamos a San Petersburgo y vimos, en las vitrinas de las tiendas de souveniers, las figurillas de un Vladimir Putin de biceps descomunales montando un oso. Pero se volvió oficial hasta unos días después que visitamos el Kunstkamera, el primer museo de Rusia inaugurado en 1727 por el más grande ego de todos los grandes zares rusos: Pedro “el Grande”.

El zar Pedro tuvo la idea de crear un museo que reuniera todo el conocimiento del mundo (sí: todo el conocimiento del mundo). Pero como entonces ni siquiera estaba bien establecido el concepto de “museo”, el Kunstkamera era (y sigue siendo) un gran gabinete de curiosidades abierto al público. En la entrada hay una sección conformada por vitrinas en las que se representan algunas de las culturas del mundo: empolvadas maquetas tamaño real que a los visitantes del siglo XXI les parecerán tan innovadoras e ilustrativas como cualquier monografía de la papelería; pero allá en el siglo XVIII muchos deben haberse sorprendido al ver a esos pobres inuits de cera viviendo en casas de hielo, otros probablemente se horrorizaron con la parafernalia etíope para practicar magia negra y se extrañaron con la exótica vestimenta de los chamanes latinoamericanos.

Pero todo esto era sólo una excusa para que el zar Pedro pudiera exponer lo que realmente le interesaba: una colección de anomalías científicas que mandó traer de toda Rusia: ejemplares de fetos, niños y animales con defectos genéticos flotando en formol. El zar consideraba que era de suma importancia que el pueblo ruso tuviera contacto con estos hallazgos científicos y dejara atrás las supersticiones; hoy, esos esfuerzos por propagar el conocimiento se han transformado en un gran tributo al morbo.

Otra pieza importante de esta gran colección de extrañezas rusas es el museo más grande e importante el país: el Hermitage. El museo es el perfecto espejo de Rusia: un inconmensurable caos laberíntico que alberga muchas de las más grandes joyas del mundo pero que carece de recursos para mantenerlos en pie. La colección que hoy se exhibe la inició otro gran ego: Catalina “la Grande”, quien tras mudarse al recién construido Palacio de Invierno, comenzó a comprar colecciones completas de arte europeo para adornar las incontables paredes de este monstruo barroco; pronto la colección privada de Catalina se convirtió en la más grande del mundo. Cuando las paredes y salas del Palacio de Invierno ya no soportaban más piezas de arte, se mandó construir el pequeño Hermitage, el nuevo Hermitage y los demás “Hermitages” que hoy albergan más de 3 millones de piezas.

Hoy, los curadores y museógrafos de este templo de cultura se quejan con amargura de un sistema de aire acondicionado que daña las piezas, de un sistema sin recursos que sigue comprando piezas que no puede mantener y de cómo el peso de su propia riqueza no los deja avanzar. Acaso olvidan el efecto que los laberintos pueden tener en la curiosidad de la gente que, como yo, sigue viendo en Rusia un encanto que, en parte, se debe al sinsentido.

– Carlota