Una definición de la angustia: subir a un autobús en Múnich para darse cuenta, apenas cerradas las puertas, de que no traemos monedas para comprar boletos. Si parece exagerado definir así un concepto tan frondoso como la angustia, acordemos al menos que bien podría delimitar una de las esquinas de la funesta palabra. En otro rincón de la angustia podría leerse esto: “irse llenando la cabeza de la posibilidad de ser deportado por subir al camión sin pagar y pelear por más de dos estaciones con la maquinita que da boletos”.
Acaso palabras como “angustia” no precisan una definición, sino un paisaje: allende las nubes que son esa mañana en Múnich (que fue creciendo como tormenta), en el panorama de la angustia hay otras tardes (cuando en San Petersburgo quisimos comprar boletos en una estación donde se hablaba solo ruso; el día que la lluvia nos atrapó en Berlín, capital del cash, en una cafetería, sin efectivo; etcétera). La angustia es un interminable territorio, un laberinto en el que es fácil perderse: ya en este texto, por ejemplo, ya casi no vemos la parcela en la que agotamos las bolsas de las mochilas buscando monedas.
Habría que hacer un mapa para no perderse en tal pesadilla, pero lo cierto (aunque no sea evidente mientras el bus da una pronunciada vuelta y los ojos se van clavando en esos extranjeritos que nomas no pagan) es que la angustia es una nación interna que no permite ver el terreno real.
¿Cuál es ese territorio bajo el sudor frío que escurre mientras una voz medio robotizada anuncia en alemán las siguientes paradas? Uno mucho más abundante, que aquella mañana se nos reveló así: cuando estaba ya a punto de entregarme a las autoridades viales, una mujer me extendió desde su bolsa un bonche de monedas. Quisimos darle de vuelta un billete, pero no aceptó; un minuto después bajó del bus, como si nada.
Ella no supo que aquella mañana nos inició en el recorrido de lo que existe bajo el mapa de la angustia: las tres cajeras rusas que, sin hablar gota de otra cosa, dejaron sus puestos para llevarnos casi de la mano hasta donde debíamos ir; el panadero berlinés que nos regaló una de sus mejores hogazas. Si intento una definición de esta nueva modalidad de viaje, lo más preciso sería decir que los lugares, idiomas extraños y camiones, han cedido a un itinerario de actos aleatorios de generosidad hacia nosotros: un bosque lleno de gente desconocida que ha sido buena con nosotros solo porque sí.
Lo cual, me parece, es una definición muy precisa de la fortuna.
– Ruy
¡Uy que lindo! Otra vez me conmueves y me dan ganas de llorar…
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