Durante una semana fuimos veganos.
No comimos carne de ningún animal; tampoco lácteos ni huevos. Calculo que, en esos días de rigor, salvamos una gallina, un lechón nonato y una nalga de res; en esa semana, nuestras alergias y malestares cutáneos se redujeron en un 80%. Podría decirse que durante una semana fuimos una desfachatada celebración de la vida.
Digo esto sin reproches ni buena conciencia. Puesto que no nos volvimos veganos por la convicción de salvar al planeta ni con el afán de un responsabilísimo detox: nuestro temporal veganismo es testigo de lo que un país puede hacer con dos personas otrora normales.
Sabíamos que algo andaba mal con Rumania desde que vimos a todos desayunar de un modo extrañísimo. En vez de sentarse en paz de dios a zamparse unos huevitos revueltos, el rumano promedio desayuna caminando: aprietan el paso mientras muerden algo que emerge de una bolsita de estraza (creemos que es un pan dulce). Las mañanas en Cluj Napoca y Brasov son como una película donde, cual jeta de John Malcovich, por todos lados se ven cuadros color cartón apurándose para no perder el bus. Por otro lado, al menos en la categoría gastronómica, Rumania es una película de espantos. Se salvaron una sopa y una hamburguesa en Brasov; de ahí en fuera, probamos pizzas, ensaladas, pastas, guisados de lengua que, en su conjunto, semejaban una legión de zombis.
Quizá por eso no extraña que la estocada final haya ocurrido en Bran, donde está el castillo publicitado como morada de Vlad Tepes (quien en realidad sólo durmió ahí un par de meses, preso). Tras visitarlo, paramos a comer en uno de los restaurantes que lo flanquean. Será que aquel punto dividía en la Edad Media a Transilvania de Valaquia, y que las aduanas pocas veces destacan por sus manjares; al menos ese funesto día, la carne de nuestro plato parecía más adecuada para el consumo de seres ficticios que para el nuestro. Decidimos que aquello era todo: no volveríamos a probar cadáver en aquel país famoso por su ingesta de cosas vivas.
Descubrimos así que la parte menos monstruosa de Rumania son sus (no pocos) restaurantes veganos. Bajo el signo a-la-Hollywood que cubre a Brasov, comimos acaso el mejor hummus de Europa; en el más pinchurriento de los callejones de Cluj Napoca, un suntuoso curry; en medio de la bulla que no para de inquietar en el centro de Bucarest, una ensalada de granos y granada que nada recuerda al pasado soviético.
Una tarde, felices tras un guisado de hongos sabor paprika, el atardecer pintando de rojo los muros brutalistas, ponderamos volvernos veganos para siempre: nos sentíamos tan bien. Pero algún ojo ajeno resintió el atardecer con especial brillo: ¿será que los únicos cadáveres aptos para el consumo rumano son los de humanos sin tacha, sin dermatitis, felices: veganos? ¿Será que el truco de la comida horrible es similar a la engorda en un rastro?
Huimos de inmediato, perplejos por nuestra ingenuidad. Nos embutimos una hamburguesa a la primera oportunidad: mejor soportar la indigestión posterior que soportar nuestro vegano cuerpo desmembrado, mordisqueado, metido en bolsitas.
– Ruy