El santo patrono del turismo convencional

Aunque era la principal atracción en todas las guías, nos negamos a ir a verlo. Era un absurdo gastar nuestro tiempo en tan tremenda estupidez, especialmente cuando teníamos solamente un día para explorar Bruselas y al menos tres cosas muy importantes que hacer: comer una cubeta de mejillones, beber tanta cerveza como nuestro estómago pudiera soportar (cosas que logramos sin trabajo alguno) y sobre todo, visitar alguna de las joyas arquitectónicas de Victor Horta que salpican la ciudad. Lo vimos por primera vez a lo lejos mientras caminábamos hacia ese cuerno de la abundancia de frutos del mar llamado Chez Leon, supimos que se trataba de él por la nube de turistas que se arremolinaban a su alrededor, como moscas merodeando un pedazo de caca. Salimos un par de horas después, ya con unas cervezas encima, a tomar una degustación de cervezas belgas. Una vez que nuestro estómago no pudo soportarlo más, nos fuimos tambaleando a buscar las edificaciones de Horta. Estábamos un poco perdidos cuando lo vimos por segunda vez al dar la vuelta por una callejuela; llegamos como por inercia: ¿acaso le pegaron un imán a esta cosa? Ahí estaba, detrás de una nube de zumbidos, flashes y clics; de pronto, evidentemente hipnotizados por las negras artes de la ebriedad, nos encontramos soltando codazos, nadando en las arenas movedizas de ese circo turístico para acercarnos a la figurilla. Ruy sacó la cámara (me inclino, nuevamente, a culpar a la ebriedad o a la maldita inercia). Ahí estaba el Manneken pis: 60 cm de estupidez envueltos en un pequeñísimo uniforme del Barcelona. Utilizamos la última fracción de razón que aún quedaba en nuestro cerebro para salir del fango y reanudar nuestra búsqueda de lo realmente importante: Horta.

Internet está lleno de información sobre el Manneken pis, sus leyendas tontas y sus disfraces de pitufo y Santa Claus, pero cuando se quiere investigar sobre Victor Horta uno está solo. Llegamos a la Casa Tassel después de unas horas. Tocamos el timbre, pero nadie respondió. Las casas de Horta son propiedad privada, y al parecer es más fácil hacer una cita para ver a la reina de Inglaterra que para visitarlas. Nos informaron que había un museo dentro de una de sus casas, pero para cuando llegamos ya había cerrado. Nada como una desilusión para bajar la borrachera. Agotados y cabizbajos, decidimos caminar de regreso a casa y, por supuesto, nos volvimos a topar al idiotita ese: nos miraba como una maldición mientras reía con su ínfima reatita entre las manos. Meando sobre nosotros. Castigándonos. Burlándose de nuestro estúpido afán de abandonar la línea del turismo convencional.  

– Carlota