El primer jadeo me atacó unos veinte metros después del primer paso en Buda. La culpa fue de un show de aviones que iba a ocurrir sobre el Danubio, una cosa de Red Bull, barnizada de música techno, que nos obligó a caminar hasta un puente lejano para poder cruzar del Pest que nos alojaba al castillo que corona la parte más vieja de la ciudad. El sudor llegó frente a la estación del funicular, que no tomamos, por valientes; la sensación de que los jeans se vuelven pantalones de cuero tardó acaso dos callejones más. Cuando alcanzamos el Bastión de los Pescadores, la belleza de las vistas ya se me desmoronaba junto con el aliento perdido. Nos sentamos en una barda frente a la Catedral de San Matías, lejos de los turistas que empezaban a aplaudir a los avioncitos haciendo piruetas, que mareaban más que mi sed.
—Me estoy volviendo viejo—le dije a Carlota.
—No exageres.
—Literalmente: mañana cumplo 35 años; según el sistema cultural de México, ya no soy “joven creador”.
—Una cosa menos de qué preocuparte.
—O una más.
—Además: ¿quién decide en qué momento te vuelves viejo?
—Los puristas dicen que empiezas a envejecer cuando naces: el oxígeno es un lento, lento veneno.
—Pero ser purista ya no es posible. Ni decoroso.
—A lo mejor empecé a volverme viejo el otro día, cuando preferí quedarme sentado en el parque que ir a chupar a ese barrio de bares… ¿Gozsdu Udvar, se llamaba?
—Y ahora ya te gustan las pasas. Capaz que sí: ya estás viejito…
Carlota me dio un beso en el cachete. Los aviones de Red Bull empezaron sus piruetas, su ruido: los golpes de ritmo, los aplausos, las serpentinas de humo le pintaban más arrugas a Buda, a las callecitas empedradas, a los señores con sombrerito de pescador cruzándolas con toda la velocidad de su bastón. Del lado opuesto del insondable puente de Elizabeth (ese espejo), la otra mitad de la ciudad, más plana y con dolores más jóvenes, se veía lejanísima.
—Si a Budapest no le incomodan sus grietas, a mí tampoco las mías: si me he de morir por el estofado de res que comimos ayer en Meatology y luego de tres horas metido en ese baño turco (aunque sea con esos chamaquitos echando pasión al lado), que así sea.
—¿Eso fue un chiste?
—Creo que sí.
—Entonces digamos que uno envejece cuando deja de provocarse a sí mismo pena ajena.
—Bueno. Pues que se diga que empecé a envejecer en Budapest.
Me interrumpió el pedo sonoro de un avión que hacía infinitos ochos en el cielo transparente de Budapest.
—Ya estás pensando en ponerle así al primer disco de tu banda, ¿verdad? “Empecé a envejecer en Budapest”…
—… ¿Te suena muy mal nombre?
—Qué bueno que ya estás muy viejo para esas cosas.
— Ruy