Todos los clichés tienen dos lados: de un lado está la enorme oferta de tours que te llevan desde Belfast hasta la Causeway Coast, todos a precios desenfocados y algunos, incluso, ofreciendo varios clichés en el mismo recorrido (nota al pie: acaso jamás le perdone a Carlota el no haberme permitido abordar el tour de los escenarios de Game of Thrones); del otro lado de este cliché, no hay otro transporte público decente que lo lleve a uno. De un lado están las obesas familias de rubios de acento cabalgado abordando delante de uno el autobús; del otro, se erigen ruinas de castillos en medio de campos con ovejas que pastan, haciendo como que no se inmutan. De un lado, los precios ridículos para entrar a una playa fría; del otro, un color verde que es acaso el verde original. Y sí: de un lado están las hordas de turistas gritones que se acumulan, como pelos en el drenaje, sobre el ya muy pavimentado camino que va hacia las dramáticas piedras del Giant’s Causeway; pero, sobre todo, del otro lado del cliché están las propias piedras: embriones de columnas saliendo de ente las olas, hexagonales como los restos del panal primario de una colmena volcánica. Están las rocas sueltas, inaccesibles para las familias obesas, que permiten jugar a que en medio de los clichés puede existir la soledad. Está la playa que huele a perfume de mar, está el horizonte que semeja una arquitectura voluntaria, que seduce a pensar que nada es casual: que detrás de las rocas hay una mente que prefiguró todo cuanto existe, incluso lo que está del lado feo del cliché.
– Ruy
¿Ahí vive el gigante dormido de Ishiguro?
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