Glasgow

Hace 14 años viajé dos meses por Europa, solo: dormía donde me alcanzaba la noche (a veces ni en hostales pinchurrientos, sino en plazas o estaciones), comía lo que se me cruzaba (sin pensar en triglicéridos o fibra), pasaba casi todo el tiempo en silencio. Aquella vez visité muchos cementerios, por una razón que ya no recuerdo, pero que durante muchos años (en los cuales fui incluso más bullshitero de lo que soy ahora) justifiqué diciendo que “de cualquier modo, todo lo que podría visitar está de alguna manera muerto”.

A Glasgow llegamos a eso de las 4, y lo único que nos quedaba por ver a esa hora era la necrópolis victoriana: el primer cementerio de este viaje. Como muchas otras cosas en esa ciudad, es una suerte de celebración del ánimo hacedor de los glasgowians, un puente dispuesto con rigor para que la gente pueda ir a visitar a sus muertos, que son en realidad todos célebres difuntos: diseñadores, arquitectos, urbanistas; acaso alguno de ellos, bullshitero.

Caminamos entre lápidas de sombras ya largas, junto a un sol que hacía tiempo no veíamos con tanta claridad; hicimos dos o tres fotos, hablamos de muchas cosas en poco tiempo, nos dispusimos a ir al lugar que elegimos con adulta anticipación para dormir. No me di cuenta entonces, pero ahora intuyo que no me sentí agusto entre esos muertos: pronto le pedí a Carlota que nos fuéramos. Acaso será que ahora tengo muertos que sí me importan de verdad; acaso será que todo lo que podría visitar, turístico o no, monumental o cotidiano, está de algún modo vivo. No lo sé. Ya veremos qué recuerdo de todo esto dentro de 14 años.

– Ruy