El gato salió a recibirnos a aquel remedo de reja de nuestra estancia en Riga.
No en Riga: en un descampado con casuchas llamado Ulbroka. Las calles eran terracería, la vecina era una laguna artificial que la gente usaba de playa en las tardes con sol.
El gato nos pareció, de inicio, una mala noticia: uno nunca sabe cuándo emergerá una alergia nueva, y Letonia no es el mejor lugar del mundo para tener sorpresas. Llevábamos casi cuatro meses corriendo de una ciudad a otra, cargando mochilas, descifrando idiomas raros. Necesitábamos descansar: hacer centro antes de seguir a los países realmente extraños.
“Hacer centro” es una frase adecuada: la primera tarde en Riga hicimos cuentas, y hallamos la sorpresa de que el dinero estaba acabándose. Nos quedaban al menos tres meses de viaje, y lo que teníamos con suerte alcanzaría para volver a México.
“Hacer centro” es otra forma de decir “poner los pies en la tierra” y, a veces, es también una forma del miedo.
Pasamos cinco días metidos en la cabañita helada, en medio de un jardín. La gente que vivía en la casa grande se había ido a veranear a un lugar más tropical que Riga, así que estábamos solos. El gato rascaba la ventana en las mañanas y dormía junto a la mesa cuando nos sentábamos a escribir, a llorar, a ponderar posibles soluciones para seguir con el viaje. Durante los largos silencios en los que buscábamos ideas, el gato rodaba sobre su lomo o se nos subía al regazo; saltaba al sillón junto a nosotros y se dejaba acariciar.
Una noche, tras un día difícil en el que ya nos habíamos dado por vencidos, descubrimos que el gato pasaba las noches, o al menos esas noches, en el futón justo afuera de nuestra puerta.
Dormimos más de lo necesario, y pasamos muchas tardes bajo el escuálido sol letón, sin calcetines. Originalmente, queríamos desaparecer en Riga (incluso en Ulbroka) y escribir, ir a nadar en la lagunita. Acabamos haciendo cuentas, planes, una amistad con el gato, que cada día se alejaba un poco más: nos veía primero subido en la barda, y luego desde el árbol, sobándose los bigotes, y luego desde un lugar en el que nosotros no alcanzábamos a verlo.
Finalmente resolvimos todo: hallamos una manera de seguir viajando, nos convencimos de hacer alguna estupidez (otra forma de hacer centro) y, ya descansados, empacamos.
Salimos de la casita de Ulbroka a las siete de la mañana. Llovía como para llenar mil lagunas, pero el autobús a Rusia no iba a esperarnos.
Quisimos despedirnos del gato pero, por más que lo llamamos con todas las voces que conocemos, no volvió a aparecer.
– Ruy