Iba distraída subiendo la escalinata para entrar al British Museum cuando la escuché: “I fucking hate you!”. Vociferó estas palabras con tanta furia y tanto énfasis en la “f”, que no pensé que me hablara a mí, pero al voltear vi su cara roja apuntándome directamente con ojos llorosos; pensé que probablemente le había sucedido algo terrible aquel día y simplemente descargó su ira en mí, así que me disculpé por cruzarme en su camino y entré al museo.
Caminamos sus salas por cerca de tres horas: vimos incontables relieves griegos, cada uno más perfecto y detallado que el anterior; sarcófagos egipcios, tantos, que las momias cubiertas de fantásticas joyas dejaron de sorprender; una interminable colección de tablillas cuneiformes repletas de sabiduría ancestral. Veo las figurillas humanas del Mar Muerto, con más de 5,000 años de antigüedad, como quien ve una mancha en la pared; observo los restos de uno de los monumentales caballos que alguna vez estuvo en el Mausoleo de Halicarnaso, mientras pienso en lo que cenaré esa noche; me paro frente a la piedra Rosetta, ¡paradigma de la traducción!, pero ésta no es capaz de comunicarme nada. Procesar un atiborre de milenios, culturas y joyas en unas pocas horas y en unos cuantos metros, no tiene sentido.
Quizá se trate de la más hermosa colección de pillaje monumental de la historia. El British Museum es un conmovedor desplante de poder, una belleza terrible de voracidad asombrosa.
Imaginé al ejército inglés saqueando Egipto, desnudando la Acrópolis, privando a chinos e indios de los tesoros y reliquias que dan sentido a su cultura, gritando “I fucking hate you!” a todos los que se cruzaron en su camino.
– Carlota
Tantas cabezas perdidas…
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