La ciudad de la eterna adolescencia

Hoy soy un molusco ebrio de risotadas aguadas y pasos lánguidos, una res salvaje que va bufando estúpida en libertad, encarno la sed inagotable de la yerba que se riega con cerveza caliente. Hoy cumplo treinta años, estoy en Ámsterdam, y he decidido adoptar la ceguera egoísta y caprichosa de la mocedad.

Pero el encanto adolescente tiene sus límites: Lo noto al anochecer cuando choco con ellas: están ensartadas al tubo detrás de su escaparate, girando bajo el inmisericorde foco rojo que las achicharra vivas, lento, como pollos rostizados vulnerables a los antojos más crueles y voraces. El contacto visual con una de ellas rompe el hechizo: los bufidos, la risa invertebrada y el culto al encanto adolescente se evaporan y me quedo ahí parada con toda mi madurez desnuda. Entonces recuerdo que la angustia e inseguridad juveniles también son parte del juego, que la crueldad casi siempre es invisible cuando uno la está pasando bien, y que la resaca sólo perdona a la inmadurez.  

Despierto como con un fierro apretándome la cabeza. Me despido de los canales, las fachadas de colores, las bicicletas, y la seductora pubescencia de la bella Ámsterdam (que se diluye ante la burda sensatez añeja). Después de cierta edad ya nada se regenera.

– Carlota