Dicen que el primer aprendizaje de los hunos era que para obtener placer primero se debía superar el dolor, así que a los bebés recién nacidos–aún cubiertos por los jugos uterinos, aún sin mamar el calostro materno–se les fileteaban los dos cachetes con una espada. Dicen que al crecer se autoinflingían más y más cortes, hasta que sus rostros quedaban completamente sepultados bajo gruesas cadenas de cicatrices queloides: antes de morir, el enemigo debía conocer el rostro del miedo. Dicen que los hunos dormían sobre sus caballos, que cogían con sus caballos, que bebían la sangre de sus caballos. Dicen que el terror olía a estiércol.
De los hunos ya sólo sobreviven las habladurías, unas cuantas tradiciones y el legado de una dinastía cuyo nombre avergonzaría al mismo Atila: Austrohúngaros. Cómo pueden denominarse así los gobernantes pomposos que crearon una ciudad en la que hoy la máxima barbaridad son los revendedores con pelucas victorianas que te estafan afuera de la Ópera estatal de Viena.
Viena no huele a estiércol ni tiene invasores que beban sangre de caballo, el aire huele a sachertorte o wiener schnitzel y los turistas invasores beben café vienés en sus plazas. Sus bebés aprenden, desde el útero de su madre, a apreciar la música clásica. En sus calles no se oyen los aullidos bélicos de los hunos, de hecho, no se escucha demasiado, si hablas o te ríes fuerte, la gente te mira por encima del hombro: el desdén también tiene rostro.
Esta dinastía construyó una ciudad en la que sólo los más salvajes encuentran bares abiertos después de las 11 de la noche, ¡qué diría de esto el máximo gobernante huno! que según habladurías, murió en la borrachera de su propia boda.
Los hunos desaparecieron y la yerba sí creció, también creció una ciudad tan magnífica, tan ordenada y pintoresca que a la más feroz tribu le daría hueva conquistar.
Nosotros no somos bárbaros, pero después de este repaso histórico, decidimos irnos a conquistar a la hermana Húngara de Austria, quizá allí podamos encontrar un bar que cierre hasta la madrugada y reír estruendosamente.
– Carlota