Podría empezar contando que dimos con la Sorbetería Colón del Paseo Montejo gracias a la marabunta que se arremolinaba, ya a las diez de la noche, frente a sus puertas. O podría decir que todo mundo nos había recomendado los sorbetes (cruza de helado y nieve) y las champolas (extraño brebaje de sorbete con leche), legendarios en Mérida, ciudad cuyo mayor logro no es hallar las culinarias fuentes de la eterna felicidad, sino hacerlo a pesar de tener el peor clima de esta parte del planeta. Podría contar todo eso, pero sería perder el tiempo en palabras inútiles. Mejor aprovechar buscando una definición para el sorbete de mamey, acaso el postre más perfecto posible. ¿Cómo definirlo? Es un ser cremoso con aletas cítricas que baila en círculos por el paladar. No: una tersa melodía que serpentea hasta un feliz parque de la infancia. Un atardecer de colores que duran poco; vaho de ducha en una mañana gélida; un salto de panza tras bajar una colina. Pero nada de eso es suficiente para hablar del sorbete de mamey. Podría intentar mejor detallar el sabor del sorbete de coco: una tarde de playa encarnada sin grumos, un cachorro por primera vez entre los brazos, una flor abrupta. Pero tampoco. Mejor no tratar de describir aquello que usa de la boca algo más importante que las palabras. Acaso será más justo escribir solamente que volvimos cada noche a la sorbetería con el pretexto de encontrar palabras verosímiles para sabores que no las requieren. Lo cual sería, también, mentir un poco.
– Ruy