Oaxaca no es el nombre de tres grabadores llamados “maestros” ni un ex convento, ni un jardín de plantas amuralladas a la merced de las visitas guiadas. Oaxaca no es un mercado, ni el otro, ni una invasión de chapulines. Oaxaca no es un andador peatonal, ni una tienda de tapetes ni un alebrije certero. Oaxaca no es una plaza con veinte niños pidiendo limosna, ni dos restaurantes con carta de tres dígitos por plato. Oaxaca no es la mezcalería de larga oferta ni la tlayuda o el coloradito. Oaxaca no es las cercanías: no es Monte Albán, su árbol en medio de la arena, ni el otro árbol que esconde, como el número Pi, todo lo que ha sido y cuanto será en un pliegue de la corteza visto a cierta hora de la tarde; no es una piscina turquesa ni un alambique de mezcal anunciado a pie de carretera. Oaxaca no es los turistas que la habitan, sus rostros giratorios. Oaxaca no es el amable recorrido por la obra de cierto artista, ni el museo dedicado a la memoria de otro más, vacío una tarde de cada fin de semana. Oaxaca no es aquella tarde ya olvidada, ni aquellos otros tantos viajes que tampoco son nada. Oaxaca no es un empedrado, no es una cartografía del mole, no es de ningún tono de negro. Oaxaca no es esa noche específica ni ninguna otra. Oaxaca no es el dibujo de Trump sodomizando a Peña Nieto con el que después se cubrió este mismo muro. Oaxaca no es folclor. Oaxaca no es rebeldía. Oaxaca no es; Oaxaca empieza cuando tú no ves, y es sólo aquello de lo que tú no puedes dar cuenta.
– Ruy