En cuanto cruzamos la frontera que divide Hungría y Rumania nos dimos cuenta de que estábamos entrando a un país con problemas: vacas bloqueando el camino, gente meneando trapos en la carretera invitándote a su comedero y, por supuesto, patrocinios de Coca-cola por todos lados (todos lo saben: a mayor cantidad de patrocinios de Coca-cola mayores niveles de jodidor, la fórmula rara vez falla). Todo era tan disfuncional que nos sentimos como en casa.
Nuestro corazón latino se calentó aún más cuando el que nos rentó el coche nos contó (después de enterarse de que éramos mexicanos) que las telenovelas eran muy populares en Rumania, que su abuela estaba enamorada de Eduardo Palomo y que en su casa todo se detenía a la hora que pasaban Corazón salvaje. Le dije amistosamente que Rumania podría ser un país latinoamericano, pero nuestro amigo no dijo nada, sino que cortó la chorcha, se tornó muy profesional y siguió hablando de las características del coche.
“¿Se habrá enojado porque dije que Rumania podría ser un país latinoamericano?” le pregunté a Ruy mientras nos encaminábamos a Cluj Napoca. “No sé si se enojó, pero definitivamente no le pareció chistín”, me dijo. Tuvimos que dejar de discutir al respecto porque, de pronto, nos encontramos frente a un verdadero show color pastel: el camino nos llevó por un pueblo en el que parecía haber un concurso de arquitectura exótica. Las fachadas eran un amasijo de columnas dóricas de tirol, esculturas de angelitos de yeso, acabados rococó de aluminio y vidrios verduzcos polarizados; los estilos eran bastante eclécticos, pero en su mayoría eran caricaturas de templos griegos y castillos medievales.
Habíamos dejado la cámara en la cajuela, así que cuando llegamos a nuestro hospedaje le preguntamos a nuestro anfitrión sobre en nombre del pueblo donde estaban esas casas para regresar a tomarles unas fotos. Nos explicó que eran casas de gitanos, que lo que veíamos eran solamente fachadas, pues la gente vivía en unas casuchas detrás de éstas. Nos dijo que en realidad no había nada que ver, que mejor visitáramos algo que valiera la pena como las antiguas iglesias ortodoxas de Cluj Napoca, la mina de sal o a la garganta de Turda. Sus cejitas fruncidas y los movimientos agitados de su cabeza dijeron lo demás. Ruy y yo nos volteamos a ver con la cola entre las patas, sabíamos que, otra vez, habíamos entrado en terrenos sensibles.
Finalmente fuimos a las iglesias ortodoxas, a la garganta de Turda y a la mina de sal–que en realidad era un parque de atracciones de lo más marciano–tal y como nos recomendó nuestro anfitrión, y aunque ya no nos dio tiempo de regresar a fotografiar las fabulosas casas gitanas, aprendimos que Rumania también cuenta con una fachada de acabados muy europeos y que a sus habitantes no les gusta que nadie se asome a ver la casita de atrás, donde viven peleando como cualquier familia latinoamericana.
– Carlota