Narrar es, de primera oída, sencillo: contar con coherencia y mínima elegancia las cosas que sucedieron. Sin embargo, “las cosas que sucedieron” son cardumen resbaladizo. Puesto que no todas las cosas que suceden son las mismas: están los sucesos objetivos (digamos: una guerra devastadora entre una potencia sanguinaria y otra deja seis millones de muertos, etcétera); luego están los sucesos subjetivos (digamos: uno de los bandos se percibe cruel porque masacró a un montón de gente; el otro fue también cruel —masacró a otro montón de gente, a veces incluso al mismo—, pero como ganó la guerra, la Historia lo perdonará, etcétera); luego están los sucesos con minúscula (digamos: el último invierno, la gente de la potencia que estaba a punto de perder salía de casa cargando un maletín con documentos y medicinas: desconocían si esa noche un bombardeo los arrojaría a un bunker apestoso y sin oxígeno, etcétera); están los sucesos que son vergüenzas en las que cada letra rueda sobre la otra hasta que “vergüenza” no alcanza (digamos: la potencia ganadora estableció un batallón de hombres ejemplarmente crueles cuya labor era desaparecer a gente de a pie en la potencia perdedora, por cosas ridículas, como su ropa o los libros que leían, como si la opinión de una persona importara, como si un bando ganador no tuviera suficiente con edificios enormes y muros y museos que rinden tributo a los que murieron defendiendo una muerte y no la otra, etcétera); están también los sucesos que casi pasan, los que sólo imaginan unos cuantos, los que casi todos quisieran estar imaginando, etcétera. Narrar, pues, es escuchar muchas voces al unísono, perseguir corrientes, nadar a oscuras.
Además: no hace falta visitar museos y memoriales y bunkers bajo Berlín y ex-oficinas de la Stasi para descubrir el otro gran problema de narrar: cualquier historia (sobre todo la Historia) es un acto que siempre termina con la muerte. Ese teléfono viejo cuyo auricular fue puerta de tantas sentencias; esa mesa que llevaba encima cenizas, no siempre de cigarro; esa sala como ataúd interminable, ese pasillo: el final es siempre la muerte, y por eso narrar es tan complicado: tan inútil. Todas las cosas suceden para terminar: para callar.
Narrar es la rebaba del silencio. Un silencio que puede escucharse como caracol abandonado en la playa, como espiral siseando: “Muerte, ten piedad: aléjanos de nosotros mismos: tráenos un final que no sea el nuestro: danos la paz”.
– Ruy