Te odié, Berlín

Berlín y yo nos conocimos a la mala, hace casi década y media. Yo tenía 21 años y nueve dioptrías; en mi segunda noche allá, mis lentes (habría que decir: mi forma de sustento) desaparecieron de mi mochila. Estaba en un hostal interminable, rodeado de idiomas cavernosos, en una ciudad invernal de la que no conocía nada. Mentiría si digo que aquella fue la primera vez que sentí miedo; sería más atinado decir que fue la primera vez que pasé más de cinco minutos bajo el agua: con la grave miopía (física) que tenía yo por entonces, la ciudad y sus edificios, la gente y su lengua estrujada, el metro enmadejado, semejaban una soporífera montaña de bichos a la que había que remontar al tacto, a oídas, por instinto. No contaré la historia con detalles (cómo desaparecieron los lentes de mi locker, cómo me di cuenta de ello tras destruir mi maleta, cómo inculpé a un ruso, cómo un chileno me llevó a una óptica, cómo me perdí en Kreuzberg, etcétera) porque he contado la historia demasiadas veces, siempre mal; nunca logro decir lo que realmente sucedió en aquel día espantoso, ni tampoco hacer gracia de la historia, ni tampoco exorcizarla. Diré solamente esto: aquella vez, odié Berlín. ¿Cómo encontrarle gusto a una ciudad que en la memoria cunde como garabato?

Así que esta vez en Berlín la asumí como una revancha. Bajar del camión en Alexanderplatz, ese zumbido coronado con una espina infinita, me pareció peligroso presagio; el aguacero que nos asoló antes de poder encontrar una comida decente me confirmó el miedo. Pero en la cafetería que nos guareció de la lluvia, un panadero nos recibió hablando español y escuchando boleros. Pasamos media hora hablando de su viaje a Oaxaca, y al final nos regaló una hogaza de su mejor pan. Nuestro alojamiento fue una casa con cocina real y una mesa de luz generosa para escribir. Nos perdimos mil veces (no siempre en Kreuzberg) y todas ellas descubrimos algo nuevo: rostros que van quitándose de encima los andamios, parques interminables para anidar, grúas posando, patios abriendo cuartos como flor. Podría decir: pude mirar a Berlín con pasmosa claridad. Y esta vez, amé Berlín.

Mi lado romántico diría que uno cuando viaja nunca ve la ciudad que es, sino la ciudad que uno lleva dentro; que a lo largo de una visita o al correr de los años, es uno el que va haciéndose de edificios o de calles pintorescas o de parques para diluir las tardes. No me atrevo a asegurarlo del todo; no sé si mi lado romántico sigue viviendo en mi misma ciudad.

– Ruy