Escribirlo es muy fácil: volamos de Nueva York a Reikiavik; en esas cinco horas podemos hacer una siesta en forma, suficiente para conducir seis horas desde el aeropuerto, por las indómitas carreteras islandesas, hasta nuestro hotel a las orillas del Parque Nacional de Vatnajökull. Seis horas al volante son poquísimas, ¿no?
No hace falta insertar lo que nuestras madres hubieran dicho: haber padecido aquella carretera es suficiente. Carlota cabeceaba en el asiento del copiloto; se obligaba a no hacerlo bajando la ventana, por la cual entraba la brizna helada a abofetearla, y así lograba cinco o diez minutos más de vigilia. Yo, al volante, era peor: bajar la ventanilla funcionaba, pero a veces fue necesario infringirme auto bofetadas reales. Pero al final fue inútil. Para poder seguir hasta Vatnajökull, varias veces tuvimos que parar a echar una siesta en los sitios designados por el gobierno de Islandia para detenerse en las carreteras, solitarios montículos de grava rodeados de naturaleza salobre y cielos grises.
No hace falta insertar lo que nuestras madres hubieran dicho: ningún cuatrero salió de atrás de las volcánicas rocas a hacernos cosas indecibles. Cada vez que cerramos los ojos fue sumergidos en una silenciosa paz. Y al despertar, la naturaleza salobre nos daba los buenos días con montañas irrepetibles, tan perfectas que obligan al gobierno islandés a poner freno a la tentación de fotografiarlas a media carretera. Paisajes que, incluso ya sin tanto sueño, suena difícil escribir con justicia.
– Ruy
Qué belleza que fue su primer parada (NY no cuenta porque para fines prácticos y aventureros, diremos que fue un pit stop de arranque). Dejé mi corazón en Vyk… o más bien creo que lo encontré y en mi otra vida fui Vikinga. Qué felicidad leer Islandia -y el mundo- desde sus ojos y dedos. Los quiero, chatitos.
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